Una primera tentativa

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Me ha gustado siempre la escritura inmediata, la que brota a toda velocidad en unos minutos y queda atrapada en la burbuja de tiempo del presente: la anotación más o menos descuidada en un cuaderno, el artículo que ha de escribirse con máxima rapidez porque hay una emergencia y se acerca la hora del cierre. El desafío es que la rapidez no desemboque en chapuza: que la presión se traduzca en intensidad y agudeza: como el gesto fluido y como casual de un calígrafo zen que en unos segundos dibuja los caracteres de un poema.

Me acuerdo de la primera vez que sentí la excitación de una tecnología que hacía más rápido el acto de escribir: en el verano de mis quince años mi padre me compró una máquina de escribir portátil, muy ligera, con una carcasa curvada que a mí me hacía pensar en un avión o en un coche de carreras. Hasta el nombre me gustaba: Tippa Adler. Ahora que lo pienso es como el nombre de una mujer fatal en una novela de misterio, como el título de esa misma novela: “Tippa Adler”. Imagino que mi padre quería compensarme por los meses de trabajo en la huerta que me esperaban al final del curso. Unos años atrás me había mandado a una academia de mecanografía donde aprendí a escribir con los diez dedos. Levantaba la tapa de mi máquina, me ponía a escribir y las palabras llegaban tan rápido que las varillas de las teclas se enredaban entre sí. Escribía cualquier cosa: diarios, poemas, arranques de obras de teatro o de novelas, críticas futuras que los periódicos internacionales publicarían sobre ellas. Escribir era una tarea completamente material: la pulsación de los dedos, los golpes de las teclas sobre el papel ceñido al carro, el timbre que avisaba del final de la línea. También el olor a grasa y a metal de la máquina. Eran los dedos y la máquina los que me llevaban, no la inteligencia, ni la imaginación. Escribir algo a mano y pasarlo luego habría sido hacer trampa: la escritura era inseparable del medio en el que se la hacía. Escribir a mano era un anacronismo. Y qué placer arrancar la hoja del carro, estrujarla porque me parecía inaceptable, tirarla a la papelera, como había visto a los escritores hacer en las películas. Lástima que mi padre no me hubiese comprado también una papelera. Pero algunas veces volvía del campo y me ponía a escribir y las manos estaban tan endurecidas por el trabajo que los dedos no me respondían.

Las máquinas eléctricas nunca fueron a ninguna parte. Eran engorrosas, toscas,complicadas. Fueron un callejón sin salida, como los zepelines. Eran carísimas, pesaban mucho, se estropeaban con frecuencia. Cuando me casé por primera vez mis amigos me regalaron entre todos una máquina eléctrica. Se presionaba una tecla con la energía de las máquinas manuales y las letras salían disparadas como en una ametralladora. Una máquina eléctrica era una cosa pesada, solemne, oficial. Cómo iba la inspiración a volar en ella.

Luego tuve una máquina electrónica, una Canon, a mediados de los ochenta. El teclado era suave y gustoso y sobre él se desplegaba una estrecha pantalla lineal en la que iba apareciendo lo escrito, que podía corregirse antes de imprimir. Se me desató la inspiración cuando los dedos se acostumbraron a ella y escribí no sé cuántos borradores de historias para una novela que se convertiría con el tiempo en El Jinete Polaco. Tenía algo importante: ajustaba automáticamente el margen derecho. Se sacaba la página impecable del carro y se depositaba a la derecha, sobre la mesa de trabajo. Poco a poco se volvía tangible la sensación del progreso: el grosor creciente de la pila de páginas. Al principio de los ordenadores lo desconcertante era que no se tenía la impresión de avanzar.

Beltenebros fue el último libro que escribí a máquina. Lo terminé a finales de 1988. A continuación me compré un ordenador. Otro mastodonte: Amstrad, 9512, con un programa de escritura no compatible que se llamaba Locoscript 2. Aún conservo diskettes, más indescifrables que tablillas babilónicas. Un día dejé el ordenador imprimiedo algo en mi cuarto de trabajo y mi hijo Arturo, que tenía tres o cuatro años, llegó a la cocina con una cara entre de susto y maravilla: “¡Hay un papá invisible escribiendo en tu cuarto!”. La impresora era enorme y hacía un ruido tremendo. Arquelogía de hace sólo veinte años.

Empecé a usar portátiles muy pronto: recobraba la liviandad de mi querida Tippa Adler. Vivía más bien atolondrado entre Granada y Madrid y el portátil era mi oficina ambulante, mi cuaderno de viaje. Entonces los escritores de más edad hablaban con desdén de lo que ellos llamaban “novelas de ordenador”. Se suponía que los ordenadores trivializaban o vulgarizaban la escritura, o la mecanizaban. Cambian los tiempos pero la tecnofobia se mantiene idéntica: cosas parecidas se habían dicho de la máquina de escribir, y antes de la pluma estilográfica.

Desde hace tres años tengo un MacBook. No puedo imaginar cuántas palabras he escrito en él, cuántos viajes ha hecho conmigo. El teclado parece una extensión de mi mis manos. Con mi MacBook y mi Kindle tengo una estimulante sensación de vida sobre la marcha, de oficina invisible y biblioteca ambulante. Pero también me gusta tener a mano un cuaderno y un rotulador, y para leer poesía prefiero la tinta y el papel.

Ahora eampiezo otra tentativa de escritura instantánea, y como tantas veces en la vida me siento en el principio, en el filo de algo, un nuevo entrecruzarse de la tecnología y el estilo.